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das Mystische 2.1

Ciudad

Ciudad

La ciudad de la que vengo, de la que vine entonces, siendo niño, o a la que acabo yendo inexplicablemente, obligatoriamente, irremediablemente, es la ciudad salvaje, inexplorada, de todos los días, la ciudad de la eternidad donde a veces descubro la adivinación, la decadencia o la locura, la ciudad que me inventa y que, a su vez, inventa el destierro, la ciudad a la que voy y también la ciudad de la que nunca vuelvo. Aparentemente, todo esto podría parecer algo caótico; pero no, nada más lejos de la realidad. La ciudad de la que hablo es un complejo perfectamente organizado y definido, un lienzo monocromo y poliédrico donde quedan dibujados los distintos patrones de conducta, una estructura tan firme que soporta, sin apenas inmutarse, millones y millones de embestidas. Según Henri Lefebvre, los filósofos han "pensado" la Ciudad; han llevado al lenguaje y al concepto la vida urbana. Escribe Lefebvre en El derecho a la ciudad:

"A la ciudad incumbe el trabajo intelectual: funciones de organización y dirección, actividades políticas y militares, elaboración del conocimiento teórico (filosofía y ciencias). La totalidad se divide; se instauran separaciones; entre ellas la separación entre Physis y Logos, entre teoría y práctica, y, ya dentro de la práctica, las separaciones entre praxis (acción sobre los grupos humanos), póiesis (creación de obras), téchne (actividad armada de técnicas y orientada hacia los productos). El campo, a la vez realidad práctica y representación, aportaría las imágenes de la naturaleza, del ser y de lo original. La ciudad aportaría las imágenes del esfuerzo, de la voluntad, de la subjetividad, de la reflexión, sin que estas representaciones se disocien de actividades reales".

Cuando un nuevo viajero (un viajero amigo) llega a la ciudad salvaje, inexplorada, y afila su sistema de alerta (observando, escudriñando), está cercano el momento en que "media sonrisa colgando de los labios" puede hacerse, contra todo pronóstico, con un hueco irrevocable en el infierno; o acabar, en caso contrario (inexplicablemente, obligatoriamente, etcétera), en el fondo nutritivo de la historia. La cuestión queda bosquejada en el diálogo que mantienen (gracias a Italo Calvino y a sus Ciudades Invisibles) Marco Polo y Kublai Kan –a propósito, ¡cómo no!, de las ciudades. Concluye Marco Polo:

"El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio".

Eso sí, al menos al nuevo viajero (un viajero amigo) le quedará el consuelo de, a su regreso, poder contar su aventura como Marco Polo cuenta la suya a Kublai Kan, y engrandecer con su relato la ciudad de la que uno viene, la ciudad a la que uno va, la ciudad, al fin, del destierro, la ciudad de la adivinación, de la decadencia y de la locura.

2 comentarios

Enrique -

No resulta tan difícil aceptar el infierno y volverse parte de él, Magda; los diablillos, a veces, somos nosotros mismos. Lo difícil es lo alternativo, el riesgo, la atención y el aprendizaje continuos. Lo fácil es dejarse llevar...

Un beso, Magda.

(Y besos retroactivos para todas/todos: pini, la autoestopista, diminui, Cristina...)

Magda -

Me gusta lo que concluye Marco Polo. Quizá para realizar lo primero (aceptar el infierno y volverse parte de él) se necesite ser un diablo más diablo que los demás diablos para sobrevivir ahí, en el (o los) feudo(s)-infierno(s). El segundo me gusta más, aunque amerite aprendizaje continuo.
Tu nuevo hogar ha quedado muy lindo.

Un beso.